El sol brilla con fuerza en la playa de Ponta Negra en Natal, me cae el sudor por la frente mientras los taxistas discuten quien me va a llevar hasta Pipa, allí me esperan dos compañeros que han pasado la noche allí y por teléfono me han comentado que se trata de un lugar fantástico. Sigo esperando y el debate se hace más intenso, es un viaje largo y todos piensan en obtener una interesante prima gracias a él y mi error ha sido preguntarles cuando estaban todos juntos reunidos.
Llegan a un acuerdo y los ánimos se relajan, conocer Brasil tiene estas cosas pero siempre es una experiencia muy atractiva y que siempre te deja miles de anécdotas para contar; el conductor al menos parece ameno, es algo que me gusta ya que tengo muchas ganas de pulir ese portugués que aprendí en aquellos maravillosos meses que viví en Lisboa.

Una interesante conversación es el marco de un viaje que recorre un ambiente de plena esencia rural brasileña, un mosaico conformado por manglares, casas aisladas y una floresta amable que lo invade todo. Con todo espero con ansia la vista del océano y de esas playas naturales que por estas tierras normalmente son arropadas por dunas, pero que en Pipa viven a la sombra de imponentes acantilados.
El conductor me propone una parada antes de alcanzar la localidad de Pipa, un mirador desde donde se observa la inmensidad de la Playa de Cacimbinhas. Le doy las gracias, porque la vista es fascinante, me encanta encontrarme con estos pedazos de tierra salvaje donde el hombre no ha puesto su destructiva pezuña y que perfilan diseños de ensueño.
Las olas y el viento me anticipan que esto es un lugar idóneo para los que aman el kitesurf y pronto mi intuición se confirma cuando varias cometas surcan la limpia atmósfera arrastrando con su fuerza a atrevidos surferos.

La carretera discurre paralela a los acantilados y una interminable recta, nos va descifrando el ADN de este esplendido tramo costero, que abarca decenas de playas. Tras dejar a un lado la popular Baia de los Golfinhos, donde es habitual entrar en contacto con juguetones delfines, alcanzamos nuestro destino.
Mientras concreto la vuelta con el chofer, que ya prepara su auto para echarse una siesta, se acercan mis compañeros que me dan una vuelta rápida por el pueblo, que respira una relajante tranquilidad.

Tras ello abusamos de la riqueza gastronómica local en un pintoresco restaurante con vistas al mar. Tras una muy larga sobremesa, acompañada por incontables caipirinhas, olvidamos que aquí el sol muere temprano y a eso de las 5 un atardecer embellece con sus colores la Playa del Centro de Pipa.
Disfruto del momento con intensidad, lamentando no conocer de día el resto de hermosas playas que convierten a esta pequeña localidad en uno de los destinos más hermosos de Brasil, pero como dicen los sabios viajeros siempre hay que dejar una excusa para volver a un destino que te haya enamorado, aunque creo que esta vez he dejado demasiadas.
Actualizado el 20 julio,2016.
Publicado por Miguel Ángel Otero Soliño