El viajar es una auténtica adición, enfermedad crónica que un día se arraiga en el cuerpo para no salir jamás, no hay cura para este virus que te condena a estar siempre pensando en la siguiente parada. Viajar es como una droga, estimulante, que deja a cero tu cuenta corriente, que te hace mirar con envidia sana los destinos donde otros han estado y que te deja siempre con una fuerte resaca que incluso a veces acaba en depresión. Droga que a la vez te transmite sensaciones maravillosas, generando estructuras mentales nuevas potenciadas por todos esos nuevos paisajes y lugares que uno va descubriendo, lecciones y experiencias que te enriquecen como persona, haciéndote más humano, abierto y tolerante; un narcótico que engancha y de la que aún hoy no quiero rehabilitarme.
Desde que enfermé en el amor a los viajes he intentado contagiar ese virus a mi gente, pero en la mayoría de los casos la enfermedad no acababa de progresar del todo. Pero finalmente he conseguido una infección en toda regla de la que como adicto me encuentro muy satisfecho. La portadora es la hermana de mi novia y hoy puedo decir con certeza de que ella ha caído profundamente atrapada en este dulce encantamiento.

La primera vez que conocí a mí «cuñada», ella solo era una joven chica turca de 18 años que esperaba con ilusión experimentar su primer año de universidad, nos caímos bien desde el principio y poco a poco fuimos aumentando la mutua confianza, hasta el punto que en mis frecuentes viajes a Estambul se convirtió en mi compañera de rutas por la ciudad. Gracias a estas excursiones, ella fue conociendo barrios que desconocía de su propia urbe, horas de rastreo entre mezquitas, iglesias y cementerios en las que aprendimos juntos cosas nuevas sobre la vida.
Ya había un caldo de cultivo en ella, pero el germen no se haría patente hasta que vino a visitarnos a Galicia. Era su primer viaje fuera de su país e incluso de su propia ciudad y de pronto se encontraba con la situación que tenía que manejarse sola desde su llegada al aeropuerto de Madrid hasta alcanzar Vigo, todo ello en un país donde la gente no habla un buen nivel de inglés. Estábamos un poco preocupados, pero ella consiguió sobrevivir a su primer shock cultural y alcanzó tierras atlánticas con soltura y allí se inició su transformación.

Estuvo dos semanas, pero las disfrutó y vivió muy intensamente; intentamos viajar con ella a todos los sitios que pudimos, viajes en las que su visión del mundo cambió radicalmente.
No solo comió cerdo por primera vez, sino que también quedo fascinada cuando una fantasmagórica y gótica niebla cubrió las calles de Santiago de Compostela, o se asustó cuando descubrió que el marisco a veces está vivo en los supermercados de Galicia. También se sintió feliz al tomar un agradable café portugués con la vista de los puentes de Oporto o cuando se puso por primera vez en su vida un disfraz de carnaval (en Turquía no se celebra esta fiesta), para luego cerrar bares en las abarrotadas calles de un sábado de «entroido» en Orense. Pero, cuando realmente descubrí que ella ya estaba invadida por la magia de los viajes, fue cuando nos sentamos a pie de costa, cerca del Parador de Baiona, y ella observó por primera vez la fuerza del océano rompiendo contra las rocas. Sus ojos brillaron como si hubiera visto por primera vez el mar, ya que aquel oleaje no se parecía en nada a las siempre tranquilas aguas del Bósforo.
Volvió cambiada a Estambul, de hecho me dijo que entró en depresión, ya que en todas las conversaciones le surgían anécdotas de «su viaje» y su antigua vida le parecía vacía; además ninguno de sus amigos parecían entender la explosión de sentimientos que había vivido, porque ninguno había viajado aún.
Tardó meses en digerirlo y asimilar su nueva situación, se encontraba frágil hasta que un día descubrió, como otros lo hicimos antes, que la única forma de convivir con esta enfermedad es seguir viajando. Así que tras acabar su año académico, consiguió un trabajo como fotógrafa en el palacio de Topkapi, sacando fotos a los turistas que querían retratarse con los trajes del sultán Süleiman y su conocida esposa Hürrem.

Ahorro dinero trabajando casi sin descanso y consiguió una autorización para visitar el acelerador de partículas del CERN en Suiza (ella es estudiante de física, de ahí su interés) y se lanzó a hacer un viaje sola de 20 días por Suiza e Italia. Para este valiente viaje incluso contactó con varias personas que ofrecían pisos a compartir en modo couchsurfing, algo que incluso yo nunca había hecho en mi vida. La última vez que hable con ella me dijo que iba con la intención de gastarse todo su dinero y disfrutar la experiencia al máximo, sin duda una enferma en toda regla.
Hoy miro las fotos que ha ido subiendo en Facebook y siento esa extraña sensación que tiene uno cuando ve a otra persona descubriendo lugares que tú no conoces y que te gustaría visitar, pero esta vez en vez de sentirme con un poco de envidia me alegro, soy feliz por ver como alguien ha descubierto el placer de viajar y descubrir mundo.

Hace tiempo una lectora me preguntó cuando empecé a viajar y le respondí que había surgido sin más; pero luego pensándolo más detenidamente y reflexionando con perspectiva, me sorprendí a mí mismo descubriendo cuando fui infectado por el virus de viajar.
El vector fue un compañero de la carrera que siempre me alegraba las tardes contándome sus graciosas experiencias de viajes por el mundo. Creo que esas narraciones fueron la semilla que me animaría, tiempo más tarde, a lanzarme a descubrir esta maravillosa parte de la vida.
A este viejo amigo le agradezco el que me haya transmitido esta dulce enfermedad, el placer de viajar, que hoy, de forma honesta y sincera, intento transmitir con este blog, con la ilusión de que el virus siga infectando a más gente.
¿Y vosotros cuando empezasteis a viajar?

Actualizado el 25 agosto,2024.
Publicado por Miguel Ángel Otero Soliño

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