Los siglos de dominio del Imperio Otomano en Grecia conllevó que se construyesen un gran número de mezquitas que en su mayor parte se perdieron en los procesos bélicos que conllevaron la independencia griega, de hecho a día de hoy no existe ninguna activa de forma legal en la capital helena; uno de los pocos edificios supervivientes del esplendor de este patrimonio fue la antigua mezquita de Tsisdarakis, que aun hoy en día sigue luciendo en pleno centro de Atenas.

Uno de los símbolos de Atenas
Situada en el plaza Monastiraki, en pleno centro histórico de Atenas, el templo constituye un referente visual que atrapa a los visitantes que transitan por esta turística zona; esto se debe a su posición elevada sobre el conjunto de la plaza, con una cúpula que trepa al cielo de forma contundente mientras se ve arropada en su estampa por la majestuosa figura de la Acrópolis.
Su portal de entrada esta dominado por cinco arcos sujetados por columnas; se dice que para su construcción fueron recicladas materiales del Templo de Zeus, hecho que al producirse sin el consentimiento del sultán conllevo la destitución del gobernador Tsisdarakis, auténtico impulsor de su construcción y cuyo nombre quedó asociado para siempre a la mezquita.
Construida en 1759, su alminar sirvió de referente a la comunidad musulmana de la ciudad hasta que el mismo fue amputado en los albores de la revolución griega de 1821.

Conversión en museo
Tras su secularización le fue concedido un uso militar hasta que el gobierno heleno decidió convertir su espacio interior en un museo donde se mostrase lo mejor del arte decorativo nacional. Hoy en día constituye un anexo del Museo del Arte Popular Griego y el espacio ocupado en el pasado por los fieles en sus oraciones, se ha llenado con una impresionante colección de cerámica tradicional.
En definitiva una construcción única que recuerda la importancia de la presencia Otomana en la ciudad y que constituye uno de los referentes monumentales del casco antiguo de Atenas.

Actualizado el 25 abril,2019.
Publicado por Miguel Ángel Otero Soliño