El Camino de Santiago deambula y se bifurca por decenas de senderos que se extienden por doquier; las principales rutas parten de territorio francés y una de ellas hace reposo desde tiempos históricos en una pequeña localidad del Sur de Francia llamada Saint-Bertrand-de-Comminges.
Situada en el departamento de Haute-Garonne, Saint-Bertrand es una pequeña localidad medieval francesa de gran belleza, que destaca por su imponente Catedral y que pace en tierras donde aún se escuchan los ecos de la antigua lengua occitana que dio nombre a la provincia de Languedoc.
La catedral luce en un promontorio que domina todo el valle, de hecho su iluminación nocturna es visible a grandes distancias, lo que realza aún más su presencia. El deslumbrante templo fue ordenado construir por Bertrand de l’Isle-Jourdain y goza de una diversidad de estilos que mezclan el clásico románico pirenaico con un primitivo gótico y un pedazo de sal renacentista reflejado con maestría en su órgano.
Su coro y sillería son los elementos que más impresionan al visitante, tanto por el impecable tallado de su madera, como la majestuosidad del conjunto, el cual ocupa un porcentaje muy elevado del espacio interno de la iglesia. A esta última parte se accede tras el pago de una pequeña cantidad que incluye también la entrada a otras arterias del complejo como son los jardines y el claustro.
Saint-Bertrand-de-Comminges es un claro ejemplo de la huella medieval que aún pervive en los pueblos del sur de Francia. Bucólico y tranquilo, acoge casi 300 habitantes que desde generaciones dependen económicamente de los visitantes que bien en forma de peregrino o de turistas se dejan llevar por el atractivo de su templo catedralicio.
El pueblo cuenta con un amplio aparcamiento gratuito en la falda y una oferta de bares y restaurantes adecuada, siendo un emplazamiento ideal para una pequeña escapada de fin de semana, o como complemento para una ruta más amplia que abarque toda la riqueza cultural y ambiental de esta tierra.
Actualizado el 1 septiembre,2024.
Publicado por Miguel Ángel Otero Soliño
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