Ahí esta, parece mentira pero no puedo dejar de mirarla, la Torre de Eiffel se eleva poderosa y no me deja indiferente, de tan icónica que es, uno parece olvidarse que precisamente lo es por su majestuosa elegancia y sus infinitos centímetros. Es un monumento impresionante, como todo lo que nace de la tierra en la que asienta París, una ciudad que nunca deja de enamorarme.

Dijo Enrique IV que París bien vale una misa y quizás se quedó corto porque la capital francesa da para cientos, el patrimonio religioso es extenso y va más allá de su popular Catedral de Notre Dame; así tenemos hermosos templos como el simbólico Sacré Coeur, la detallista Sainte Chapelle, la imponente Saint-Eustache o singulares como Saint-Étienne-du-Mont o la Madeleine.

Pero de París vale todo, sus hoteles, sus centros comerciales, sus museos o sus preciados restaurantes. Porque en París, uno puede quejarse de los horarios pero no de la diversidad de ocio. La antigua Lutecia además se ofrece al mundo a lo grande, con una Mona Lisa que sonríe al visitante desde ese interminable museo llamado Louvre. Desde aquí nace una avenida visual que tras atravesar el obelisco de la Plaza de la Concordia, se desmelena en las lujosas tiendas de los Campos Elíseos y que finaliza en el cruce de caminos que constituye el Arco del Triunfo.

Las calles y avenidas se entremezclan con algunos de los palacios más bellos de Francia. En uno de los más espectaculares, Les Invalides, se encuentra la tumba de Napoleón y acoge el museo del ejército; pero no es el único que merece la pena visitar, ¿acaso podemos dejar de acercarnos al Palacio de Luxemburgo o el Palais Royal?. París es rica en calles con encanto como las cruzan el barrio judío o el Quartier Latino, bulevares que se anchean en el entorno de la Opera de Garnier y que se hacen estrechas en Montmartre a la luz de su «molino rojo«. Una «ville» que incluso sorprende al que se aventura en sus entrañas.
Una ciudad inteligente cuyo saber se materializó en el esplendido Museo de Orsay o en el innovador Pompidou y que se doctora en La Sorbonne, cuyo barrio universitario constituye uno de los más atractivos de la ciudad.

Desciendo el Sena y dejo a mis espaldas sus mágicos puentes y sus palacios, recorro el corazón de una ciudad que no para encandilarme, echó la vista a esa atalaya que un día Eiffel regalo al mundo y suspiro, porque no dejas atraerme París.
Actualizado el 24 abril,2019.
Publicado por Miguel Ángel Otero Soliño