Aún recuerdo con añoranza aquel verano donde mis mañanas miraban al Castillo de San Jorge, porque era abrir la ventana y dejar entrar esa luz que enamora a quien visita Lisboa, fotones de arte que iluminaban la Baixa Pombalina y en cuyo recorrido configuran el singular perfil del barrio que muchos consideran como el verdadero corazón de Portugal.

La casa era un quinto sin ascensor y respiraba a madera vieja, pero era salir del portal y la vista se cegaba por la perfección arquitectónica de este vecindario hecho con tiralíneas, cuyo original diseño en grandes plazas y amplias avenidas perpendiculares creó un modelo de urbanismo que pronto imitarían otras ciudades.
Excelencia que eso sí esconde un trágico secreto, ya que la Baixa Pombalina nació en una fecha maldita, el 1 de noviembre de 1755, día en el que la tierra liberó su energía provocando uno de los seísmos más destructivos de la historia. Un terremoto que se llevó a la tumba a un tercio de la población de la ciudad, así como gran parte del patrimonio artístico portugués, y que obligó al célebre Marqués de Pombal (de ahí del nombre del barrio) a realizar una reconstrucción completa de todo el centro de Lisboa.

Uno de los grandes afectados por el seísmo fue el Terreiro do Paço, espacio físico donde en el pasado se ubicaba el Gran Palacio Real y cuyos restos sirven hoy de asiento a la inmensa Plaza del Comercio. Este punto de encuentro ciudadano exhibe sus dimensiones al son de los tranvías, cuyos chirridos acompañan sonoramente la atenta y solitaria pose del rey portugués José I. A las espaldas de la estatua del monarca se alza quizás el elemento arquitectónico más singular e imponente de la Baixa, el Arco de la Rúa Augusta, que con su belleza da la bienvenida a una de las calles comerciales más famosas de Portugal.

Esta avenida peatonal de empedrado mágico se muere como los buenos ríos en un mar de belleza llamada Plaza del Rossio. Este océano artificial es alimentado por varias fuentes monumentales, que en su armonioso juego embellecen la presencia del Teatro Nacional de Doña María II.
En las cercanías de esta joya de la arquitectura neoclásica existe un pequeño bar denominado Ginjinha, donde se sirve el licor de guinda con el mismo nombre, el cual se ha convertido en una parada habitual para quienes quieran degustar el auténtico sabor de Lisboa. Paladares que también se endulzan en pastelerías y bares como los que pueblan la Plaza de la Figueira, espacio vital donde los edificios exhiben techos abuhardillados y en cuyos alrededores se asienta la principal oferta hotelera de la zona.

Acompañando en hermosura al Teatro también se encuentra la detallista fachada de la Estación de trenes del Rossio, la cual esta considerada como uno de los principales referentes de la arquitectura neo-manuelina. El edificio, obra del arquitecto Luis Monteiro, fue construido a finales del siglo XIX y es contemporáneo al Elevador de Santa Justa, que con sus 45 metros de hierro cincelados al gusto neogótico permite comunicar la Baixa con el Chiado. Este ascensor de pago termina a los pies de los restos de la iglesia do Carmo, cuyo esqueleto no reconstruido nos recuerda el gran impacto provocado por el famoso terremoto.

Pero la Baixa siempre te ofrece nuevas sorpresas, te regala catacumbas, museos de Diseño, iglesias e incluso aloja la Cámara Municipal de Lisboa; pero sobre todo te obsequia con calles, «rúas» con encanto como la mía desde donde pude disfrutar del que fue uno de los períodos más definidores y productivos de mi vida.
Cuando vivía en Lisboa muchos bares cerraban sus puertas al son de la canción «A Minha Casinha» de Xutos e Pontapés, cuyos versos en voz rockera hago ahora míos….
«As saudades que eu já tinha da minha alegre casinha tão modesta quanto eu. Meu deus como é bom morar modesto primeiro andar a contar vindo do céu»
… ya que pasan los años y aun siento nostalgia de mi modesta «casinha» de la Baixa, porque es ahora cuando me doy cuenta de que mi terraza realmente no tenía vistas al firmamento, sencillamente ya estaba en el cielo.