Es temprano pero la Plaza de Jaama el Fna en Marrakech ya hace tiempo que ha comenzado con su loca rutina diaria; los sonidos de los «maltratadores» de serpientes y de los instrumentos bereberes se entremezclan con el gentío de turistas que se ven desbordados por el babel de palabras que lanzan los vendedores con el fin de captar su atención; de pronto esa antigua plaza de armas francesa en su irregularidad innata se estrecha y varios zocos ofrecen ya sus productos entre odas al regateo; es aquí donde nacen los ríos de callejuelas que en su discurrir nos trasladaran al alma de la urbe, una medina lista para ofrecernos un torrente de sensaciones.

Joya turística de Marruecos, Marrakech define su interés a lo largo del trazado de su Medina, laberinto sin orden alguno que funcionó como principal atractivo para que la ciudad fuese declarada patrimonio de la humanidad de la Unesco en el año 1985.
La Medina es bella a la vez que agobiante, con calles que realizan giros imposibles y que destrozan la orientación a los que nos gusta seguir los mapas. Los viandantes extranjeros solemos entrar en un shock temporal en este primer tramo de recorrido, ya que uno no está acostumbrado a lidiar con locales que recorren las rúas con extrema agilidad y en donde uno puede ser atropellado fácilmente bien sea por una moto, una bicicleta o mismo un burro; uno tiene que intentar adaptarse rápidamente, porque descubrir y disfrutar Marrakech conlleva que perdamos miedos y observemos como los detalles se abren lentamente a nuestro paso.

Particularidades como las innumerables mezquitas, que pese al sin sentido que supone que los no musulmanes tengamos vetado su entrada, nos regalan pórticos de espectacular tallado; puertas que muchos solo se abren al compas de la llamada de la oración, que pese a no retumba tanto como en Estambul nos regala constantemente una sonoridad vibrante.
Musicalidad divina que marcaba los horarios de la Madrasa de Ben Youssef, sin duda el edificio más logrado de la ciudad. Con un aire que me recuerda a los patios del Real Alcázar de Sevilla, la antigua escuela coránica se configura entorno un hermoso patio interior a cuyo esplendor solía dirigirse la mirada de los cientos de alumnos que poblaban la madrasa. Ben Youssef es un claro ejemplo de maestría de los artesanos marroquís cuyo arte se desborda en un vergel de detalles donde la madera parece florecer de nuevo al compás del estuco y del azulejo.

No muy lejos de la Madrasa y bordeando la espectacular mezquita que le da nombre, se encuentra el conocido como Museo de Marrakech, un antiguo palacio del siglo XIX que destaca por su hermoso y relajante patio, que se encuentra presidido por una monumental lámpara que no deja a nadie indiferente. También en las proximidades se encuentra la Koubba, el único recuerdo que queda de la arquitectura almorávide, linaje de origen bereber que desde Marrakech llegó a dominar gran parte de Marruecos y España y cuyo pasado fue prácticamente borrado por las dinastías posteriores.
La Almorávide no es la única herencia desaparecida de la ciudad, ya que otra célebre rama familiar que gobernó Marrakech los «Saadis» corriendo una suerte parecida. De su célebre palacio El Badi, inspirado en la Alhambra, se dice que fue durante años la envidia del mundo islámico, pero con todo lo que hoy sobrevive son solo sus ruinas. Las rivalidades hicieron que con la caída de los Saadis la residencia sufriera una severa amputación, así el sultán Ismail Ibn Sharif se llevó todos los elementos decorativos de interés a un nuevo complejo palaciego en la ciudad de Meknes, que ganó en belleza a costa de quitársela a Marrakech.

Mejor suerte corrieron las conocidas como Tumbas Saadis, situadas en los aledaños de otro de los grandes monumentos de la ciudad Mezquita de la Kasbah. Descubiertas en el año 1917, las tumbas glorifican el rico pasado de la dinastía con impecables mausoleos en los que el artesanado marroquí parece alcanzar su propia excelencia.
Esta escuela de talento vuelve hacer tesis con el diseño del cercano Palacio Bahía; un conjunto monumental de finales del siglo XIX, al cual solo podemos acceder parcialmente, y que parece siempre desprender serenidad al visitante ofreciéndole un ambiente de relajación y placer similar al que disfrutó Si Moussa, Gran Visir del sultán y propietario del recinto, el cual llenó de arte, música y mujeres las salas y patios del palacio.

Otro de los lugares que ofrecen desasosiego y reflexión es el cementerio judío de Marrakech, un extenso camposanto donde las tumbas se distribuyen de forma anárquica y en la que varios mausoleos modernos de bella estampa rompen el perfil pío del paisaje.
La supervivencia de este cementerio, nos recuerda el desconocido hecho por muchos de que Marruecos ha sido a lo largo de la historia uno de los países que mejor ha tratado a la comunidad judía, así su barrio judío o Mellah fue receptor de judíos procedentes de las diversas diásporas judías, bien sean las originales, contemporáneas a la destrucción del segundo templo de Jerusalén, o bien posteriores como las procedentes de la península Ibérica tras las expulsiones decretadas por los reyes de España y Portugal. La creación del estado de Israel, supuso el declive de un barrio en el que apenas viven ya judíos y en el que aun podemos visitar una bien conservada sinagoga.

Pero para calma la desprendida por los Jardines Majorelle, este pequeño tesoro botánico diseñado por el artista expatriado de origen francés Jacques Majorelle, el cual configuró un desbordante edén de plantas y fuentes que se despliegan alrededor de una casa de estilo Art déco. La desbordante vegetación marchitó tras la muerte del artista, pero en el año 1980 el diseñador Yves Saint-Laurent adquiriría el espacio abriendo al público parte de los jardines y así como el taller, donde hoy en día se ubica un coqueto museo que homenajea la cultura Bereber.

Pero el de Majorelle no es el único jardín de la ciudad, Marrakech exprime de aire a la medina pero ofrece una gran diversidad de espacios verdes en los exteriores de la imponente muralla; uno de ellos «la Menara» constituye uno de los más visitados y fotografiados. La Menara es un pequeño palacete más fotogénico que bello y cuyo reflejo en las aguas da un poco de vistosidad a un enorme estanque no muy bien cuidado; con todo el edificio y sus plantaciones de olivos ganan en valor gracias a la imponente cordillera del Atlas que con sus picos nevados parece siempre abrazar y proteger a Marrakech.

Cae la noche y la plaza Jaama el Fna cambia de ambiente, los esclavistas de animales desaparecen, la música se hace más tribal y en cualquier espacio libre surgen puestos de artesanía o comida.
Riadas de locales y turistas desembocan en la misma en búsqueda de un delicioso tagine de pollo o de un mentolado té marroquí; algunos lo harán relajados y olerán a agua de rosa tras haber recibido un masaje exfoliante en alguno de los hamams locales, mientras que otros olerán a rayos tras visitar las nauseabundas curtidurías; pero todos sin distinción desembocan en la plaza porque los días en esta gran ciudad mueren aquí, ocaso del que es testigo el majestuoso minarete de la Mezquita de la Koutubia, ese que sirvió de modelo para construir la Giralda y que hoy nos inspira al resto, porque Marrakech no deja a nadie indiferente la amas o las odias, pero su sello es de los que dejan marca.

Actualizado el 16 mayo,2016.